En la noche del pasado 10 de octubre, un público de lo más variado y extraordinariamente proactivo llenó casi en su totalidad el Teatro Real madrileño para escuchar al cantante californiano Gregory Porter. La expectativa era alta, con aparición televisiva en La Revuelta incluída, y muchas visitas a España durante los últimos catorce años que han dejado más que satisfecho a su público.
Gregory Porter apareció en escena puntual, con traje de lino blanco impoluto, zapatos brillantes y su icónica gorra negra Kangol personalizada. Comenzó a sonar “Holding On” (2015), familiar para unos con los arreglos jazz que él interpretó, pero que quizá otros conozcan por la colaboración que hizo con el dúo de música electrónica británico Disclosure. Desde esta primera canción, uno se daba cuenta de que la banda iba a tener protagonismo. Porter se retiraba y los escuchaba con admiración mientras seguía el ritmo con los dedos. Siguieron con “On My Way To Harlem” (2012), una composición del propio cantante que incluyó en su segundo álbum. Deja claro sus orígenes hablando de su bautismo en la música jazz y mencionando a Duke Ellington, Langston Hughes y Marvin Gaye. Aquí empezaron a brillar cada vez más Tivon Pennicot con su saxofón, Chip Crawford al piano y Ondřej Pivec en el órgano Hammond. Cuando los músicos comenzaron a hacer solos, Gregory Porter se mimetizó con ellos haciendo scat. Curiosamente no cerraron el tema con referencias a “Take the ‘A’ Train” (1939) de Strayhorn-Ellington como en otras ocasiones, sino con los versos del himno del soul político de Marvin Gaye “What’s Going On” (1971).
Aún quedaba concierto y hubo que bajar de revoluciones apagando las luces y haciendo salir a toda la banda. En la oscuridad, enmarcado por un cañón de luz, Jahmal Nichols comenzó su solo de contrabajo. Una exhibición de musicalidad que terminó
desembocando en la reconocible línea de bajo de “My Girl” (1964) que compuso James Jamerson para The Temptations. Gregory Porter se sumó para cantarla y según fueron regresando los músicos a escena, todos terminaron tocando “Papa Was A Rolling Stone” (1972) de The Undisputed Truth hecha popular también por The Temptations. Parecía una sesión magistral para explicar la transformación de la música soul de Motown. Era la introducción perfecta para “Musical Genocide” (2013) donde el cantante y compositor se declara como un perpetuador de las tradiciones musicales de la comunidad negra estadounidense, clamando por mantener vivos el blues, el góspel y el soul. Faltaba otro éxito romántico y llegó “Wolfcry” (2013), procedente de su álbum más popular hasta la fecha Liquid Spirit, antes de dar paso a una versión de “It’s Probably Me” (1992) que grabó originalmente Sting con Eric Clapton a la guitarra y David Sanborn al saxofón para la película Arma Letal 3. A modo de despedida, sonó el estribillo de “Thank You (Falettinme Be Mice Elf Again)” (1969) de la banda de funk californiana Sly & The Family Stone. Estas dos versiones funcionaron como una especie de reafirmación de su mensaje musical y personalidad. Llegaba el fin y uno a uno fueron saliendo del escenario hasta dejar solo al baterista, Emmanuel Harrold. Mereció la pena esperar a su solo hasta el final. No paró en seco como otros acostumbran, sino que fue elaboran un diminuendo que casi sin darnos cuenta extinguió todo. Sin que público tuviera que rogarlo demasiado, volvieron a salir para regalar una versión de “Quizás, Quizás, Quizás” (1947) de Osvaldo Farrés, claramente pasada por el filtro de Nat King Cole. Era lo que le faltaba a muchos de los presentes para venirse arriba y acompañar cantando a Porter.
Desde el proscenio en que viví el concierto, bien pegado al escenario, pude ver a la banda a vista de pájaro y a todo el público del Teatro Real. La imagen ilustraba perfectamente lo que sonaba: un eclecticismo musical de libro. Sonó jazz en su espectro más amplio -desde el swing a lo más modal y free-, soul de la Motown, funk californiano, bandas sonoras y clásicos cubanos. En escena se mezclaban trajes de postín, un kimono gris, chaqueta de pana marrón, chándal negro y pantalones de estampado exótico; dos hombres blancos y cuatros hombres negros con dos décadas de diferencia entre la edad del más joven y el más mayor. No es fácil encontrar esa heterogeneidad, ni hace falta siempre. Si mirabas al público ocurría parecía un reflejo: unos con pinta clara de turista, otros locales que escuchaban atentamente ensimismados, alguno que estaba allí solamente para inmortalizarlo todo con su teléfono móvil, niños, ancianos, gente con gorra y pantalón corto, otros vestidos con sus mejores galas. En definitiva, Porter logró convertir el lugar en una de esas reuniones con música y buena comida que tanto le gusta organizar y de las que se siente tan orgulloso. Habló y cantó mucho y bien, pero también dejó que hablaran e hicieran su música todos los presentes -incluido el público con sus palmas o intentando seguir algunas de las canciones-. Me atrevo a decir que ese eclecticismo condensado en una sola personalidad artística, la de Gregory Porter, es un signo de moderación sana, de cordialidad en una época de polarización, de cómo el jazz es una etiqueta muy amplia en la que entra casi todo y para casi todos. Se nota que Porter practica ese mensaje que predicó durante la actuación: “no os canséis de recibir con los brazos abiertos a todo el mundo”. No siempre es fácil practicar ese eclecticismo sin caer en un pastiche forzado y oportunista. Por poner alguna pega y haciéndome eco de las quejas en las redes sociales de algunos seguidores del cantante: no todo el que quería pudo estar allí por el precio elevado de las entradas. Pero, creo que es entendible que un concierto organizado por una empresa y que no formaba parte de la programación propia del Teatro Real, no puede vender entradas al mismo precio que los festivales de verano en los que muchos han disfrutado de Porter.
Claro que sería ideal que todo el que quisiera pudiera acceder a este tipo de conciertos y debemos trabajar para conseguirlo, pero mientras tanto creo que también deberíamos visibilizar y agradecer a esos promotores y compañías que arriesgan para traernos a artistas de este calibre. Sin ellos no serían posibles experiencias tan magníficas como la que vivimos hace unos días en el concierto de Gregory Porter.