A las 12:30 de la mañana, bajo un cielo limpio y luminoso, las piedras del Palacio Ducal de Medinaceli acogieron la tercera y última jornada del VI Festival Malvasía Medinaceli Jazz. El cierre no podía ser más simbólico: Paloma Cosano al frente de su Big Band, una formación que, más que un conjunto de músicos, es una constelación de complicidades y oficio.
La sesión comenzó con un gesto de futuro: la entrega del Premio a la Mejor Banda Juvenil, otorgado a los estudiantes del Grado en Interpretación de Música Moderna, ganadores del I Concurso Malvasía Medinaceli Jazz promovido por la Fundación DEARTE. Fue un recordatorio claro del propósito que late en este festival: avivar el fuego del jazz entre las nuevas generaciones, abrir espacios donde el aprendizaje y la creación se encuentren en el mismo compás.
Y entonces, el silencio antes del vuelo. Paloma Cosano apareció sonriente, con una mezcla de rigor y calidez se dispuso a tomar la batuta. Su dirección no impone: dialoga. Cada entrada, cada dinámica, cada respiración colectiva parece nacer de un pulso común que ella moldea con gesto firme y musicalidad envolvente. En Cosano hay una comprensión profunda del lenguaje orquestal del jazz, un equilibrio entre la libertad de la improvisación y la precisión de la escritura.
El repertorio, tejido con sensibilidad y coherencia, incluyó estrenos que formarán parte de su próxima grabación, piezas que consolidan una voz estética cada vez más personal, donde conviven los ecos del jazz modal con texturas afrocaribeñas y una raíz ibérica que asoma en cada fraseo. Hubo espacio para la emoción pura, como en la dedicatoria a su abuela Juana, un momento íntimo interpretado junto a Diego Guerrero en una sentida versión de “Flor de Romero”, que logró suspender el tiempo entre los muros centenarios del palacio.

Otros temas, como “Drume Negrita” o “La leyenda del tiempo”, confirmaron la amplitud de su propuesta: un jazz que no teme a la palabra, que incorpora la voz como instrumento conductor, y que entiende la tradición no como ancla, sino como punto de partida. Venía Paloma de estrenar su proyecto la noche anterior en el Café Berlín de Madrid, y sin embargo, en Medinaceli, su interpretación sonó luminosa y fresca, orgánica, como si la claridad del mediodía se hubiera filtrado también en el sonido de la banda trasnochada.
El público respondió con una emoción contenida, con ese tipo de aplauso que no solo celebra la ejecución, sino el viaje compartido. Fue un concierto que habló de tesón, lucha y constancia, pero también del poder transformador de la música cuando se convierte en comunidad.
Al despedirse, el eco de las últimas notas pareció quedarse suspendido sobre la plaza, como una promesa. El Festival Malvasía Medinaceli Jazz cierra así su sexta edición reafirmando su identidad: un encuentro entre generaciones, entre la raíz y la experimentación, entre la tierra y el aire. Que el próximo año, como el vuelo de Paloma, el festival mantenga ese espíritu que lo hace tan necesario: el de la belleza compartida, el riesgo y la emoción viva del jazz.
