El viernes 24, dentro de la programación de Jazz Madrid, el Círculo de Bellas Artes acogió una propuesta elegante y arriesgada: un concierto en el que el saxofonista Ariel Brínguez revisó la obra de Johann Sebastian Bach desde una mirada contemporánea, acompañado por Javier Sánchez (guitarra), Reinier “El Negrón” Elizarde (contrabajo), Iñigo Ruiz de Gordejuela (piano) y Marcos Cavaleiro (batería).
El quinteto presentó arreglos de piezas emblemáticas del compositor alemán, como la Overture no 2 en Si menor, BWV 1067 y el célebre Air on a G String, convertidas en terreno fértil para la improvisación y el diálogo entre mundos sonoros.
Desde el inicio quedó claro que no se trataba de “latinizar” a Bach ni de vestirlo de jazz con una capa de swing. Lo que se escuchó fue un intento sincero de entender su lógica contrapuntística y pureza melódica desde la sensibilidad de músicos de jazz actuales. La cubanía del concierto no se manifestó en patrones rítmicos reconocibles, sino en la manera
de concebir la libertad y la improvisación: era el acento, no la sintaxis.
Brínguez mostró desde el principio un respeto absoluto por la obra original. Su sonido, tanto en el saxo tenor como en el soprano, osciló entre la serenidad de las líneas escritas y la expresividad de las improvisadas. En algunos pasajes tomó la flauta, aportando un color íntimo, especialmente en una balada que sirvió como respiro. No imitó el rigor barroco: lo reimaginó con un fraseo flexible y una elegancia natural, en la que cada nota tenía un propósito.
La guitarra de Javier Sánchez tuvo un peso esencial. No se limitó a acompañar: abrió temas con introducciones casi camerísticas, dobló melodías junto al saxo y aportó contrapuntos precisos. Su sonido, limpio y moderno, conectó la herencia jazzística con una estética actual cercana a guitarristas como Kurt Rosenwinkel. El uso del pedal Freezer le permitió crear colchones sonoros sobre los que el saxo dialogaba libremente, generando una atmósfera
contemporánea y perfectamente equilibrada con el carácter estructurado de Bach.
En la improvisación, Sánchez mostró un lenguaje moderno con raíces, y fue quien más abiertamente se acercó al blues. Su fraseo relajado y su control dinámico lo convirtieron en un puente entre la sobriedad bachiana y la expresividad emocional del jazz actual. En varios momentos, su diálogo con Ariel fue un verdadero intercambio de ideas, uno desde el viento, otro desde las cuerdas, orbitando alrededor de melodías de tres siglos atrás que sonaban sorprendentemente vivas.
El contrabajo de Reinier “El Negrón” Elizarde fue el eje del conjunto, tanto rítmica como melódicamente. Su toque combinó swing, groove y sentido melódico con una naturalidad que reflejaba la herencia cubana, no por patrones rítmicos, sino por intención. Dio a cada pieza una base sólida y orgánica, sosteniendo el discurso colectivo con firmeza y flexibilidad. Su interacción con la batería generó una trama rítmica tan viva que parecía una conversación paralela con los solistas.
Marcos Cavaleiro, a la batería, ofreció una lectura narrativa. No se limitó a marcar el pulso: respondía constantemente a los solistas, completando frases y creando un diálogo continuo. Su toque, ligero y expresivo, recordaba que en la música de Bach también hay silencio entre las notas. Más que acompañar, parecía contar un cuento bajo la melodía, tejiendo una historia que avanzaba junto a la de Ariel. En su diálogo con El Negrón, el ritmo se volvió un organismo vivo que respiraba con las ideas del saxo.
El pianista Iñigo Ruiz de Gordejuela adoptó un papel discreto pero esencial. Sin protagonismo aparente, aportó una atmósfera de color y soporte armónico que completaba las líneas del saxo y la guitarra. Su toque, delicado y preciso, equilibró al conjunto, recordando la función del organista que mantiene la arquitectura sonora sin reclamar atención.
El repertorio se desarrolló con coherencia y variedad. Cada obra de Bach se transformó en un pequeño universo donde el grupo exploraba nuevas texturas y ritmos. En la Overture in B minor, el quinteto contrastó la melodía original con una base rítmica pesada. En el Air on a G String, la melodía permaneció casi intacta, y fue mediante las dinámicas y la base armónica que el arreglo se desarrolló, creando una atmósfera casi hipnótica. De hecho, esta pieza se repitió al final: Ariel y Sánchez se atrevieron a tocar en dúo, una versión íntima y valiente con la que cerraron el concierto, demostrando su compenetración y dominio del lenguaje.

El proyecto de Brínguez no buscaba una fusión superficial, sino una cohabitación de lenguajes. El jazz no sustituía a Bach: lo iluminaba desde otro ángulo. Era como mirar un cuadro antiguo bajo otra luz; las formas seguían ahí, pero los colores cambiaban. Esa capacidad de reinterpretar sin distorsionar fue uno de los mayores aciertos del concierto.
La interpretación de Brínguez tuvo momentos de gran belleza tímbrica. Su tenor sonó redondo y controlado, ideal para las obras de carácter más grave; el soprano, más claro y directo, ofreció un enfoque diferente pero igualmente convincente. Cuando tomó la flauta, el aire se volvió más ligero y el público pareció respirar con él.
El quinteto destacó por su escucha mutua: no hubo jerarquías ni exhibiciones vacías. En los pasajes improvisados se percibía una compenetración natural, fruto de la experiencia y la sensibilidad. El concierto mostró cómo la improvisación puede ser un elemento más del discurso, no solo una demostración técnica.
El sonido general fue equilibrado y natural. Cada instrumento se integró con claridad, sin excesos de volumen. La acústica del Círculo de Bellas Artes permitió disfrutar los matices y dinámicas del grupo. En los momentos más íntimos, guitarra y piano creaban un fondo sutil sobre el que el saxo flotaba sin imponerse; en los más intensos, batería y contrabajo impulsaban el conjunto con energía contenida.
Este proyecto demuestra que Bach, tres siglos después, sigue siendo contemporáneo. Su música resiste cualquier traducción porque está construida sobre una lógica universal. Brínguez y su grupo no lo modernizaron: lo hicieron hablar de nuevo con su propia voz.
En tiempos en que la palabra “fusión” se usa con ligereza, este concierto recordó que la verdadera integración no consiste en mezclar estilos, sino en entender el espíritu que los une. Aquí no hubo swing explícito ni ornamentos barrocos forzados: hubo música viva, tocada con criterio, respeto y sensibilidad.
El concierto de Ariel Brínguez y su quinteto fue un ejemplo de equilibrio entre tradición e innovación, entre pensamiento e intuición. Un recordatorio de que, cuando se hace con honestidad, el jazz puede abrazar cualquier repertorio sin perder su esencia. Bach, en sus manos, no sonó viejo ni solemne, sino vivo, humano y cercano.
Por mi parte, como amante de la obra de Bach, no podría pedir más. Desde el primer minuto se percibía que Brínguez no eligió a Bach por su fama, sino porque lo conoce, lo entiende y lo admira. Un auténtico ejemplo de cómo rendir tributo a un artista.