El arranque del Getxo Jazz, como una liturgia secular que se repite con la puntualidad del solsticio, ofreció en sus primeros compases una de esas raras sacudidas que justifican la búsqueda: un concierto del cuarteto IMB Special 4tet, participantes en el Concurso Europeo de Nuevos Grupos, que no solo demostraron estar más que preparados para habitar el escenario, sino que abordaron con osadía una propuesta donde la urgencia creativa convivía con una disciplina de taller compositivo.
Afincados en Ámsterdam —un lugar que sigue siendo uno de los santuarios del jazz europeo más libre, postacadémico y fronterizo—, Iván Muñoz (saxo), José Diego Sarabia (trombón), David Guerreiro (contrabajo) y Éber González (batería) desplegaron un repertorio propio que se movió entre la tensión rítmica, el lirismo contenido y una impredecibilidad tan inteligente como inquietante.
Lejos del free jazz efectista, su libertad musical refleja el trabajo de músicos que han escuchado con atención, estudiado con profundidad y cultivado una relación seria y exigente con sus instrumentos. La apertura con “All This Days” ya dejaba entrever un enfoque no melódico en sentido clásico, sino estructural: las líneas parecían surgir y replegarse como arquitectura en evolución, con Sarabia y Muñoz construyendo un contrapunto denso y hábilmente editado en tiempo real. Su juego de texturas era más threading the needle que call and response: diálogo sin necesidad de evidencia. Aunque dejaron entrever cierta timidez y nerviosismo inicial —algo completamente comprensible, tratándose posiblemente de uno de sus primeros conciertos en un escenario lleno y dentro de un concurso internacional—, el resultado fue airoso y contundente, una clara declaración de intenciones.
“To the Wind Land” insistía en ese gesto de descomposición controlada, con cambios de métrica internos y una paleta tímbrica que, aunque reducida en instrumentación, resultaba inmensamente rica. No era solo lo que tocaban, sino cuándo decidían dejar de hacerlo, algo que se apreciaba con alivio. Aquí, la batería de González, como ya haría en otros momentos de la noche, mostraba una inteligencia dinámica de andamio que hacía respirar al conjunto.
En la balada “I Wish I Could”, Guerreiro, que hasta entonces había sostenido con un walking sobrio y contenidamente agresivo, emergió con el arco en mano para ofrecernos uno de los momentos más crudos y hermosos del set. No fue sentimentalismo: fue contención emocional llevada a su máxima potencia sonora. A eso le llamamos tocar con propósito, y Guerreiro dio muestras de esta faceta tan necesaria en un contrabajista.
Luego vino “Nardo”, una deconstrucción fragmentaria —a ratos humorística— de “Nardis”, que recordaba a las reinterpretaciones especulativas que Chet Baker o Bill Evans podrían haber firmado. El tema de Miles Davis fue reconocible apenas por tramos, pero el respeto subyacía en cada gesto. Aquí no hay irreverencia: hay traducción a otro idioma.
La versión de “Prime Directive” de Dave Holland fue casi una manifestación estética. Tocaron el tema con una fidelidad meticulosa —milimétrica, podríamos decir—, como si quisieran dejar claro que, pese a su inclinación por la abstracción, no renuncian a la tradición. Fue una cita, sí, pero cargada de intención. Como quien escribe en cursiva para que se entienda el subtexto: “sabemos quiénes somos, y también de quién venimos”.
Para el cierre, “Tei Mudos” y “Hurry Up” completaron el ciclo: lirismo oscuro, fraseo melancólico, disonancias medidas y un groove que nunca se ofrecía a la primera escucha. Aquí el cuarteto mostró su versión más “madura” —si cabe decir esto de un proyecto que apenas lleva 10 meses de trabajo conjunto—, sin necesidad de fuegos artificiales, solo con la convicción del que entiende que el jazz no es solo música, sino carácter.
IMB Special 4tet no es un grupo para vender camisetas ni para reproducir fórmulas, aún. Es un grupo que, como apuntaba Dan Morgenstern sobre algunos combos históricos, “juega con la urgencia del que no tiene tiempo para complacer”. Y en esa urgencia está su virtud. Puede que los nombres aún no resuenen en los carteles de grandes festivales, pero si hay justicia estética —y a veces la hay cuando el talento viene acompañado de riesgo y de trabajo—, este concierto en Getxo será recordado como un primer capítulo de una historia mayor: la suya, sin duda, y ojalá también de la nuestra.
Después del empuje joven y abstracto del cuarteto IMB Special 4tet, el escenario del Musikelarre se transformó en un salón sonoro de tradición, lirismo y complicidad con el público. Paquito D’Rivera, acompañado por un quinteto de precisión quirúrgica y calidez caribeña —Pepe Rivero al piano, Reinier Elizarde “El Negrón” al contrabajo, Sebastián Laverde al vibráfono y Georvis Pico Milian a la batería— ofreció una velada que orbitó en torno a su reciente disco La Fleur de Cayenne, pero que se expandió hacia un repertorio lleno de guiños históricos, homenajes personales y momentos de celebración.
Desde el primer compás, D’Rivera demostró que su sonido sigue siendo reconocible por su claridad melódica, su sentido del humor y su fraseo híbrido, donde el legado del bebop convive con el danzón y la habanera. Entre bromas y anécdotas, el clarinetista recordó con cariño a Dizzy Gillespie, a quien dedicó una pieza escrita tras su fallecimiento. Fue un momento contenido y vibrante, ejecutado con ese tipo de emoción que no necesita dramatismo, solo profundidad.
En otro pasaje del concierto, Paquito compartió una historia que ilustra su generosidad artística: Sebastián Laverde le envió por sorpresa un arreglo de su vals venezolano, y le gustó tanto que lo incorporó inmediatamente a su repertorio. Así, sin vueltas. El resultado fue una de las piezas más elegantes de la noche: danzante, melancólica, precisa. Una muestra del tipo de repertorio que fusiona tradición y frescura con un lenguaje propio.
El set de la noche también rindió tributo a compositores como Ernesto Lecuona, Chopin y Mozart, a quienes D’Rivera, con su ingenio habitual, describió como “compositores del Caribe profundo que tuvieron la desgracia de nacer en Europa”. Más allá del chiste, el enfoque musical dejaba claro que estas relecturas no eran parodias ni ejercicios de estilo: eran interpretaciones filtradas por el oído jazzístico y el corazón latino, con arreglos fluidos, armónicos abiertos y swing en cada frase.
En vez de un espectáculo, lo que ofreció este quinteto fue un relato musical pleno de historia, técnica y humanidad. Paquito no vino a demostrar nada —no le hace falta—: vino a recordar que el jazz también puede hablar claro, sonar cálido y seguir mirando hacia adelante sin perder la memoria.