Texto: Daniel Román
La fantasmagoría no es otra cosa que una imagen que retorna con la capacidad cierta de afectarnos. Nos asaltan los recuerdos de ese amor imposible que alcanzó su realización en el insomnio. Si pensar, en su amplitud, es la vertiente material de la imaginación, el pasado se sostiene en la fragilidad del presente. Un aroma, una guerra, una matanza, un genocidio, un estilo, una industria. Los colores del pasado son también la continuidad de aquellos objetos tecnológicos: piedras pulidas, maderas ahuecadas, flautas de agua, panderos cuadrados, que al sonar nos inducen preguntas respecto a aquellos que se tomaron un tiempo, una vida, con su respectiva justificación —que desconocemos— para construir un artefacto sonoro que acompaña una ceremonia.
El bisel recorta el viento a su antojo en dos mitades contundentes. Ese sonido y esos instrumentos, emanados de la arcilla o del cuero, a veces se encuentran en las tumbas, o algunos otros aparecen actualizados en fiestas religiosas, con señas de desgaste, construidos en plásticos de colores. Otros, replicados con materiales desechables y occidentalizados, son puestos en escenarios con sistemas de amplificación y un público elegante que disfruta su tabla de quesos. Las escuchas son también modos de valoración del sonido (pensamos escuchando) y, en consecuencia, ante lo desconocido, se activa un sistema que juzga desde lo familiar hacia lo ominoso. Los límites del pensamiento son también producto de determinadas estrategias teológicas y políticas que configuran un arquetipo que define modos de existencia que afectan también a los diferentes géneros y, por supuesto, a la sexualidad. La música puede ser desagradable, odiosa, estruendosa, destemplada, erótica.
La política del folclore, nace del desencuentro entre sistemas occidentales, de la tradición eclesiástica desarrollada bajo el alero de la Iglesia, y lo prehispánico, asentado en un mundo sonoro que se orienta hacia el encuentro entre comunidad, sonido y naturaleza (para inducir la lluvia, o las cosechas, o la sanación; no sabemos, porque, según nos enseñan, ahí no hay historia). La creación de ecosistemas que, mediante el sonido, realizan su propio ser; aglutinante, profético, sanador. Sabemos, obviamente, más de la Segunda Guerra Mundial que de los pueblos originarios y su arquitectura, por ejemplo. Los sonidos, venidos de esas comunidades que por siglos cargan con el estigma de lo primitivo, realmente nos interpelan en otro sentido tan necesario como político. El reverso del católico: el moro. Al reverso de los civilizados: los indios. En el reverso del castellano: la ignorancia. En el reverso de la democracia: el terrorismo. Una exclusión ejecutada por diferentes dispositivos conceptuales que mantienen intactas las categorías. En la producción sonora prehispánica no hay falta de pensamiento, sino un pensamiento de otra naturaleza —comunitario, cósmico, intermitente— que no es propiamente antropológico, sino que se expresa en una completa correspondencia entre, por poner el caso Mapuche, la gente y la tierra (Mapu: tierra; che: gente), entendiendo este antropocentrismo contemporáneo como una separación ontológica del sujeto respecto de su territorio. Una noción de pensamiento, por el contrario y en estas comunidades, entendida como una filosofía de la naturaleza. Culturas desprovistas de textos al uso (alfabetos), pero llenas de símbolos materiales que hablan de una cosmovisión compleja. Leo sobre perspectivismo amerindio y resulta que, al contrario de nuestra concepción evolucionista, que dice que somos animales que evolucionamos a personas, la cosmovisión amerindia cree que las piedras, la naturaleza y los animales fueron en principio humanos. Por eso, al crear —jarrones o instrumentos de viento en piedra— se está también «criando» un nuevo ser. Hermosa analogía sonora del crear-criar. Eduardo Viveiros de Castro cuenta la anécdota: cuando se encuentran españoles e indígenas, los indígenas sumergen en agua los cuerpos de los soldados españoles caídos para ver si se pudren; los españoles se preguntan si los indígenas son animales o personas. Para los indígenas no hay duda de que los españoles son personas. Lo que quieren comprobar es que no sean espíritus. El primitivismo, como juicio de valor, tanto como la religión, instala un límite al pensamiento. Nos permite justificar la falta de él de la manera más sencilla de todas: no tiene interés, es demasiado simple, no da para tanto, más allá no hay nada que merezca nuestra atención. Los frutos de la razón científica son la verdad del ser: lo afinado, lo armónico, el romanticismo alemán, la ejecución espectacular. Tal vez la expansión del jazz tenga todo que ver con su sistemática institucionalización, que no es más que la aplicación metodológica de los principios de los conservatorios sobre una música étnica (tal vez el enfoque étnico es aplicable a cualquier manifestación sonora, incluida la música urbana). La incuestionable derrota de las hojas de laurel contra la penicilina es otra forma de articulación política; un tubo que se sopla carece de musicalidad y complejidad.
Entonces, la industria y los estados-nación que hacen de las músicas populares su insignia: el flamenco, el huayno, la cueca, el tango, el samba. El folclore podría ser la consecuencia de los proyectos nacionalistas (tanto como el cine), que usan estas músicas populares en conjunto con la industria para vehicular un imaginario patrio que dé coherencia y sostén a la fijación arbitraria de los límites de la nación. La zona andina comprende cinco países en Latinoamérica con distintos nombres. Pero si la división territorial no fuera consecuencia de disputas económicas y fuera una delimitación sonora, entonces los sikus, desde Colombia hasta el norte de Chile, comprenderían una sola unidad territorial.
Esta disputa de inmensa profundidad —entre la autenticidad imaginaria, la world music, la industria cultural y las escuchas occidentalizadas— puede que se defina mediante múltiples matices musicales: aquellos que usan determinados instrumentos o sonoridades para incluirlos en su paleta de colores en un entorno de festivales y salas de conciertos, consiguiendo un resultado dulce y bien logrado; y otros, como Liliana Herrero, que dejan ver los hilos de la sutura forzada entre un sistema de pensamiento hegemónico y dominante, versus una cosmovisión despersonalizante (en tanto desarticula la noción moderna de sujeto) que expone la profundidad del sonido en su estatuto asimétrico y conflictivo —el sonido rasgado o tara, caracterizado por el antropólogo chileno José Pérez de Arce, sería la búsqueda de una estética que funciona en la suma de las diferencias y muy lejos de los sonidos temperados—.
¿Es posible, me pregunto, y para no caer en la imitación folclorizante cuando se acude al folclore, recurrir no a lo estético, sino a lo epistemológico? ¿A las tecnologías y no a los artefactos? Para no autoexotizarse, replicar, consagrar o canonizar, sino para comprender que el presente del pasado no es otra cosa que la puesta en marcha de la imaginación y del pensamiento aplicado desde una concepción gnoseológica que encuentra una formalización concreta en la música. La forma es la extensión del contenido, leí por ahí. La música es, quiero creer, la consecuencia de una organización material, sonora, de una forma absolutamente singular del pensamiento.