La noche del 11 de octubre, el Palacio Ducal de Medinaceli volvió a abrir sus puertas al segundo día del Festival de Jazz, consolidando su apuesta por el riesgo, la emoción artística y la escucha atenta. En esta ocasión, el protagonismo fue compartido entre dos universos sonoros muy distintos, pero unidos por una misma búsqueda: la autenticidad.
El primero en subir al escenario fue el saxofonista y compositor Román Filiú, quien presentó su proyecto Suite Oriental, al frente de su Assai Quartet: Reynaldo Maceo (violín), Yosvany Milian (segundo violín), Hugo Hidalgo (viola) y Susana Rico (violonchelo).
Desde los primeros compases, Suite Oriental se reveló como una obra profundamente íntima, un puente entre la música de cámara y las raíces afrocubanas de Filiú. La composición, escrita especialmente para su amigo y mentor Reynaldo Maceo, tiene el aire de una devolución afectiva: una carta sonora dirigida a quien, cuando ambos eran jóvenes, le abría las puertas del mundo clásico llevándole discos de los grandes maestros rusos del Conservatorio Tchaikovsky. “Quería devolverle el amor por la música que me inculcó desde pequeño”, explicó el propio Filiú.

La suite avanza entre contrastes: la elegancia estructural heredada del clasicismo y la libertad rítmica del Caribe. En su tejido sonoro se entrelazan ecos de la tumba francesa, el son, el bolero, el danzón y, naturalmente, el jazz, junto a resonancias contemporáneas de la escena neoyorquina que el músico conoció durante su etapa en la ciudad. El resultado es una obra sincera, expansiva y mestiza, en la que la improvisación dialoga con la escritura formal sin renunciar a la emoción ni a la disciplina.
Uno de los momentos más sobrecogedores fue “Danzón por la paz”, pieza compuesta “como una oración en tiempos de incertidumbre”. En ella, el cuarteto desplegó un sonido contenido y meditativo, casi espiritual, que llevó al público a un silencio de recogimiento antes del aplauso, acompasado y conjunto, propuesto por el propio músico como clímax final de la interpretación. “Quiero que la gente, cuando la escuche, salga con calma y paz”, confesó Filiú.
Otra pieza destacada de la velada fue “Lovely Daisy”, inspirada, según el autor, en uno de sus primeros amores de juventud, aquella muchacha que “no recibía margaritas, sino rosas”. La obra, de un lirismo contenido y nostálgico, sirvió como contrapunto emocional dentro de la suite, evocando el tono melódico del bolero con una sutileza camerística.
Durante la presentación, Filiú también reflexionó sobre el valor de la escucha y del soporte físico en tiempos digitales. Advirtió al público que su música no estará disponible en plataformas, al menos de momento. Con esta declaración, reivindicó no solo una forma de escuchar, sino también una ética del tiempo, de la calma y del disfrute consciente de la música, coherente con la esencia del festival: una música que se ofrece sin prisa, que se habita y se comparte.

Tras la pausa y el tentempié, el público regresó al Palacio Ducal, donde se respiraba una quietud casi reverencial. A la luz tenue de las velas y bajo la majestuosidad de la arquitectura, se preparaba un segundo acto de pura introspección sonora. El pianista Moisés Sánchez, uno de los intérpretes más destacados de la escena española, se disponía a trazar un mapa íntimo del sonido a través de un concierto a piano solo.
Desde el primer acorde, Sánchez dejó claro que no venía a reproducir notas predefinidas, sino a dialogar con el piano. Con una suavidad inicial, fue introduciendo motivos clásicos, evocaciones de Manuel de Falla, reminiscencias de música española, y los fue transformando, fragmentando, expandiendo. Esa materia melódica, recogida en su mano izquierda, se desdoblaba en filamentos de improvisación en su mano derecha: cadencias que se rompían en ecos, arpegios que derivaban en swing, modulaciones que se retorcían hacia nuevas tonalidades.

En un momento, el pianista interrumpió la música para hablar al público. Recordó a uno de sus referentes más importantes, Keith Jarrett, y defendió con pasión la importancia de la música improvisada. Propuso algo inusual: que la velada se desarrollara en total libertad, sin partitura, o que se intercalaran piezas de sus últimos trabajos. El público, seducido por la atmósfera, votó unánimemente por la improvisación total.
Solo al final, cuando regresó para el bis, Moisés Sánchez se permitió interpretar una de sus composiciones incluidas en Soliloquio. Lo que había quedado en evidencia durante toda la noche fue su capacidad magistral para tomar un motivo sencillo, una secuencia modal o un fragmento melódico, descomponerlo en pedazos mínimos y reconstruir desde ellos edificaciones melódicas y armónicas de distinta densidad y tensión discursiva.
Cada fragmento era semilla: del simple brote que arrancaba, surgían ríos de armonías, contrapuntos y silencios que respiraban, contrastes que crecían en fuerza o se disolvían en caricias acústicas. Su dominio del instrumento confirmó que estamos ante uno de los pianistas más relevantes de la música española contemporánea. No es solo virtuosismo técnico, sino también sensibilidad compositiva, capacidad introspectiva y generosidad sonora.
A lo largo de su carrera, Sánchez ha abordado numerosos programas de piano solo y proyectos que transitan entre el jazz y lo clásico, como su aclamado Bach, improvisado, en los que ha demostrado su fascinación por el riesgo del acto creativo en tiempo real. Ese mismo espíritu quedó incrustado entre las piedras del Palacio Ducal, transformando el espacio en un templo de resonancia y silencio.
Cuando el último acorde se extinguió, el público respondió con un aplauso prolongado y sincero: no tanto para premiar la perfección, sino para celebrar la creación nacida ante sus ojos. Esa noche, el Festival de Jazz de Medinaceli reafirmó junto a Moisés Sánchez una verdad esencial: que en la música más libre reside su mayor fuerza comunicativa, y que hay artistas capaces de entregarla con humildad y valentía absolutas.