Texto: Daniel Román
@romanro.daniel
Bill Frisell: Orchestras (Universal, 2024)
«lo sublime ha de ser sencillo; lo bello puede estar engalanado»
Immanuel Kant
Las formas de “vanguardizar” son múltiples. La de Bill Frisell, en este último trabajo, parece ser un oxímoron: saltar hacia abajo o, si se quiere, acelerar con el pedal del freno: como si hubiera cogido la punta de la hebra de una madeja cargada de notas y la arrojase hasta dejar la pureza del producto: una textura blanca y sedosa. Mientras lo escucho se me aparece Pat Metheny –que, por cosas del destino, es decisivo en el desarrollo de su carrera– pero invertido. Pat Metheny va de lo rural a lo urbano (dota de elementos contemporáneos del jazz aquellos sonidos de su infancia) mientras Bill Frisell camina lentamente hacia los jardines de un paisaje rural pero, y en esto si su arrojo hacia lo inédito, con orquesta, arreglos sofisticados y un sonido que, a estas alturas, se reconoce a la legua. No tanto por su despliegue técnico –virtuoso– con la guitarra, si no más bien por su sonoridad. ¿Y cuál es esa diferencia? A veces aflora la belleza ante la contemplación de una destreza: un malabarista, un cocinero japonés, un atleta, o un violinista tocando a Paganini. Pero también otras, tal vez más exigentes y menos inmediatas, nos demandan un movimiento: la belleza de sumergirse, la de la espera, la de las texturas, la de lo sublime ante lo inquietante. Kant, si mal no recuerdo, se refería a las experiencias sublimes y recuerdo una en especial a la que le llamaba lo sublime terrorífico –cuando la acompaña el terror o la melancolía–. Es decir, abrumarse, trágicamente, ante lo sublime.
Lo de Frisell es reposado, melancólico, un dejarse estar, bajar los brazos ante cualquier impulso de ostentación y encarar esa imagen serena de la infancia. Con el aplomo de quien se mira al espejo y sonríe ante lo inevitable. Paradójicamente la infancia es hiperactiva, pero su recuerdo es melancólico y remite a aquellos pocos bártulos con que agotamos nuestro tiempo y que son a su vez con lo único que realmente contamos: paisajes, sabores, sonidos y palabras. Frisell nos muestra su niñez no como la recreación de una actividad, sino como el alejamiento de un recuerdo. No lo que el niño hace, sino el aroma de las crines del caballo que nos miraba con desconfianza mientras los mayores ajustaban las cinchas de la montura, los nombres de los perros que ladraban junto a las gallinas. Nos equivocamos si le llamamos madurez o vejez a ese discurso desprovisto de músculo y excesos. Bill Frisell, como un poeta maldito o como un adolescente enamorado, va tras sí mismo, su imagen, con su Telecaster –su poética– sin titubear, y retrata el sonido que le corresponde: el único –por personal– que vale la pena restituir.
Por Daniel Román