E-JAZZ #4: MARTA SÁNCHEZ

Texto: Daniel Román

@romanro.daniel

Fotografías cedidas por Marta Sánchez

 

A Marta Sánchez la escuché en directo en el Café Central hace unos meses. También hicimos una videollamada y la entrevisté. Tal vez debería transcribir directamente sus palabras, pero entonces esto sería otra cosa. Transcribí de aquella entrevista lo que pude, por la diferencia de velocidad entre lo que me dicen y lo que puedo escribir, y porque creo que esta sección tiene más que ver con cierta posibilidad de un encuentro, algo así como un trabajo conjunto, que con la reproducción fidedigna de una conversación. Me quedo, en ese sentido, en la subjetividad del recuerdo y desde ahí intentaré retomar aquellos dispersos apuntes de esa conversación y de ese concierto. Es una decisión metodológica.

Como ya es habitual en estos textos que propongo –y tal vez injustamente me aleje de Marta Sánchez que es lo que nos convoca– las divagaciones me parecen tremendamente valiosas. No por lo que dicen sino porque creo que en esos rodeos del letargo aparece algo que merece una segunda vida. Y porque algo se desmorona –la ambición o la histeria– cuando hablamos de eso que debiéramos callar por incorrecto o inútil. Como si la escritura debiera tener siempre un rendimiento, dejar moralejas o plasmar un pensamiento profundo. Se escribe lo que no se es, lo que se niega a ser sepultado bajo los ojos de la aceptación. Se crea libremente –ingenuamente– cuando acudimos a esos lugares. Eso decía con otras palabras Marta. Porque el arte es también su problema: estudió cine, y eso justifica en algún punto la libertad con la que aborda la composición. «Cuando mi padre murió, cuando yo tenía dieciséis años, me pasé a la música», declara. Y entonces supongo que hay un antes y un después.

Decimos que la música nada tiene que ver con sus creadores, que es un producto, que hay que separar arte y vida: no lo sé. Sin determinados hitos biográficos las cosas serían distintas. Esta confesión, y en esto me acerco imaginariamente a abrazar a Marta para decirle que debe haber sido durísimo, me golpea. Su potencia interior, imagino, encontró en la música un camino reparatorio. La música cicatriza los lugares que insistimos en silenciar, una forma de acallar, de aquietarse, de darse a uno mismo la posibilidad de volar, de dejar de ser, de ser dos o ninguno.

«El arte es un punto de vista de algo», me dijo Marta. Y claro, un punto de vista que va a dar al piano o a un guion que no se ha iniciado, o a una escena o a una fotografía. Yo pongo atención a lo que dice, pero sería tramposo tomar sus palabras al pie de la letra: acudo a ella, divago por sus respuestas. «No puedes ser un buen artista si te pones filtros», me dice. Muy de acuerdo.

Creo que una revista de jazz debería incluir los discursos más distantes para poder acercarse a su objeto: artistas que hacen música en un género en particular. Pero artistas. Como me dijo marta, «la composición remite a un mundo interior incluso cuando está hablando de lo exterior». Vive en Estados Unidos y, en consecuencia, habita, con mayor o menor intensidad, un problema que atraviesa a unos cuantos millones de personas en el mundo: Habla dos lenguas que pueden ser compatibles pero no idénticas. Tiene más palabras en su cabeza que yo, por ejemplo.

«Cuando vives en otro idioma te conviertes en una persona diferente. El lenguaje hace habitar dos personas», señala. Cierto. Es cosa de escuchar a los actores de Hollywood intentando hablar español para sentir inmediatamente cómo cae el aura que irradian, transformándolos en el vecino del cuarto piso. Dos lenguas, dos personas. Dos personas en una persona: problemas. Más problemas, más soluciones. El arte soluciona, mientras resuena.

Le pregunto por su estilo, por sus composiciones :»los músicos que me gustan llevan componiendo otras cosas que no son hard bop». Marta no hace hard bop porque no le nace. Ni a mí. Ni a tantos flamencos y folcloristas. ¿Es un problema no tocar hard bop si uno no nació en Brooklyn? No lo creo, más bien es un acto de lucidez, una toma de conciencia que permite desenmascarar al artista que, cubierto en técnicas y licks aprendidos por YouTube, se encuentra con las melodías del afilador de cuchillos o las canciones que tararean sus madres mientras conducen. NY es un lugar hostil. Para algunos todo lo contrario. Es lo más parecido a la libertad, especialmente si eres músico de jazz en Nueva York. No da lo mismo hacer jazz en el Tíbet, o en Corea del Sur, que en Brooklyn.

E-jazz, la sección que nos convoca,  propone relevar la potencial relación entre género y música. Marta no comparte la premisa: «que me identifiquen quiénes son las mujeres al momento de escuchar una obra musical». Está en lo cierto. Lo que no quita que por su condición de mujer, sí vea diferencias en aspectos socioculturales. «Hay una diferencia en la idea de que la mujer no toca jazz»; «Cuando se toca con mujeres hay más relajo. No están esas miradas». Y como colofón: «Las mujeres que conozco son muy poderosas. No creo que haya diferencias. El género no influye».

El género, creo yo, lejos de fundamentar una identidad, interroga la posibilidad de que cualquier sujeción es el resultado de un acontecimiento, o deseo, del todo arbitrario. El género no es un problema sino que produce un problema porque es posible reconstruirlo, transformarlo, distorsionarlo, afirmarlo, ampliarlo o negarlo. La música de Marta Sánchez, desde aquel concierto y aunque ella no esté de acuerdo, me parece que está muy cerca de sus fantasmas, del cine, del problema de la lengua, de su carácter migrante y de esas imágenes que la obligaron a retirar la mirada o a quedarse perdida en esos momentos que no la dejan en paz. Me gusta la artista que es, lo que problematiza y, sobre todo, la música, que en su transparencia, nos cuenta sobre su intimidad.

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