Este artículo fue publicado en el segundo número de la revista Más Jazz en 1998.
Por Carlos ‘Sir Charles’ González
Cuando se me acercó el ‘dire’ con la propuesta de que escribiese unas líneas relatando algunas de mis experiencias acompañando a insignes solistas, mi respuesta fue: ‘¡Uf! Javier, en esto de la pluma estoy muy desentrenado, pero… vale’. El tema me asustaba bastante porque cuando me enfrento a labores de este cariz no sé cómo empezar, pero, luego, lo que no veo es el final… ¡Glup, demasiadas cosas que contar!
Desde luego, si hay que mencionar a alguien con muchas historias encima, ese es Bob Mover. Pienso que no he acompañado a ningún otro músico tan visceral como este sobresaliente saxofonista. En numerosas ocasiones me ha puesto la carne de gallina haciéndome pensar que lo que estaba sucediendo era un fantástico sueño. Su apasionamiento, por supuesto, no se produce sólo en la música (lenguaje en el que es poco menos que infalible), rezuma en todo lo que hace. Lo mismo se pone a estudiar castellano obsesivamente porque se acaba de ligar a una vallisoletana que reconoce como la mujer de su vida, como pregunta encarecidamente de qué se compone esta salsa en la que ya ha mojado media barra de pan. Tiene una carcajada a todas luces contagiosa y las lágrimas se te saltan de la risa cuando te cuenta la anécdota del concierto con Dizzy Reece, Richard Davis y otros colegas en no recuerdo qué ciudad de los Estados Unidos. Realmente es un tipo entrañable, se hace querer, aunque, a veces, sus formas dentro y fuera del escenario dejen bastante que desear. Todos sus actos tienen justificación, según él. Aprendió lo suyo codeándose muchos meses en el Five Spot neoyorquino con Mingus y compañía, y cuando le decimos que ya sabemos cómo se las gastaba el contrabajista, añade que Adams y Pullen también eran de cuidado. A menudo menciona que Albert Dailey y Walter Davis eran sus colegas de pro y que cada vez que puede se escapa a tocar con Ira Sullivan, es decir, que aquel que no haya escuchado su música se percatará de que de quien hablamos no es un cualquiera. Jamás olvidaré aquel set en el Café Central de Madrid cuando, por haber salido precipitadamente del hotel para no llegar tarde, olvidó la correa para sujetar el saxo, teniendo que tocar sentado en el sofá sito junto al escenario apoyando el alto en una silla. A pesar de todo, de aquel saxo salió tanta música en ese rato que, a partir de ahí, me puedo imaginar esas gloriosas noches de Bird, de Prez o de Trane que algún veterano te ha contado en cierta ocasión.
Con Mover, por suerte o por desgracia, uno sube nervioso al escenario. Es el tipo más exigente que he conocido y es que, a la menor, se percata inmediatamente de lo sucedido y si no le ha gustado lo que has hecho, te fulminará con la mirada… o con los gritos.
En cierta ocasión nos obsequió con un escalofriante solo en These foolish things que no puedo olvidar. Aquella noche tenía entre el público a un Lou Bennett absolutamente entusiasmado (la cosa, os juro por la música, no era para menos) con lo que brotaba del escenario.
-‘Yeah, baby, tell it, tell it’, gritaba Bennett desde la barra.
En conversaciones mantenidas con ambos por separado, ninguno de los dos vacilaba en piropear al otro y, conociendo lo parcos que eran/son en alabanzas, eso quiere decir mucho. Expresa que hablaban el mismo lenguaje cuyo credo reza que en los solos nunca ha de haber paja, que, aun siendo sofisticados, las vísceras han de poder más; expresa que el mejor momento del día tiene que ser el de la ‘tocata’… y, en fin, un montón más de cosas que son las que definen al jazzman auténtico.
Hablar de estos seres siempre emociona y si te han tocado tan cerca como lo ha hecho Lou conmigo, aún más. Con Mr. Bennett, efectivamente, empezaría y no acabaría hasta el mes siguiente, así que seré escueto. Un primer chorus sobre Lou habría de hablar de dedicación, swing, blues y bebop. Un segundo chorus abundaría en su profesionalidad, don de gentes, calor humano y sentido de gratitud. En un tercer chorus, en un A’BA” de 32 compases hay que tener mucha originalidad para meterse y yo, en este momento, prefiero dejar ahí mi solo.
-‘Evita el fiumo en los solos’, me decía.
-‘Sí, maest… Sí, Lou’. Casi olvido los berrinches que cogía si alguien le llamaba maestro.
-‘Los maestros son Bird, Dizzy, Monk, Bags, you know, y yo estoy muy contento de que me hayan permitido sentarme entre ellos’.
Si cuando vi en directo las primeras veces a Lou no podía imaginar que iba a tener la satisfacción de compartir tantas noches escenario en sus últimos trece años de carrera musical, tampoco se me pasó por la imaginación que un día podría estar haciendo música con aquella cantante que aparecía en el Blasé de Shepp destilando un sorprendente Sophisticated Lady y cuyo nombre era Jeanne Lee. Créase o no, desde aquel momento fui uno de sus más aguerridos fans, realizando, no os exagero, media docena de copias en cassette de aquella versión para los amiguetes interesados. El resto del disco de aquella época me resultaba demasiado aventurado aun disfrutando de la sorprendente presencia de Philly Joe Jones en él.
Muchos años de cacería de vinilos resultaron infructuosos a la hora de hacerse con un Jeanne Lee, menos mal que nuestro todopoderoso protector Ebbe Traberg, años más tarde, apareció una noche por Ragtime, lugar donde yo tenía el privilegio de poner música cuando no estaba tocando, con uno de sus cassettes, repletos con todo tipo de información mecanografiada, que nos hacía pegar un vuelco al izquierdo.
-‘Hola, Carlos, te traigo un pequeño tesoro’.
-‘La de Dios … no puede ser’.
Pero sí era. Acababan de reeditar los dúos que Jeanne materializó con Ran Blake a principios de los sesenta y una copia obraba ya en poder de Ebbe.
Destino o no, fue por mediación del gran danés por la que surgió nuestro primer encuentro con la cantante, y cuando pluralizo quiero decir Milestones Trio, con Fabio Miano y Richie Ferrer.
Inauguramos aquella primera gira con un bolo para el que apenas pudimos ensayar una hora, pero, desde el primer instante, supimos que iba a pasar algo. Así fue y la comunicación con Jeanne ha sido tan directa que, después de completar la quinta tourné con ella, nuestro entendimiento cada vez es más obvio.
Jeanne es puro ritmo, desborda sensibilidad y su tranquilidad es tan contagiosa que hace que todo a su lado fluya con naturalidad. Pero, sobre todo, su personalidad es tan acusada que se la puede diferenciar entre un millón de vocalistas en menos de cinco segundos. Gracias a que su concepto no es el de cantante más sección de ritmo, sino ‘somos cuatro y vamos a ello’, las posibilidades de diálogo con ella son infinitas. Si a esto añadimos su notable sentido rítmico, os podréis imaginar la gozada que me supone estar con ella en el escenario. Eso sí, a veces me ha colocado en bretes musicales (tal es el caso del dúo expresionista que realizamos, Subway Couple en el nada fácil compás de 23/4), que me han obligado al máximo, pero, en definitiva, eso es lo que conduce a la superación.
Otro aspecto interesantísimo en Jeanne (que me encanta) es la sutilidad que esgrime al emitir cualquiera de sus frases. En este terreno, me da pie para jugar con una enorme gama dinámica y una extensa paleta de color. Sin duda, ha sido con ella con quien más he investigado en estos conceptos tan fundamentales en la expresividad musical.
Chicos, paso directamente a la coda porque el solo ya tiene suficiente extensión. Jeanne, Lou, Bob, sois tres personajes que siempre ocuparéis un importante lugar en mi espíritu por toda esa música que me habéis dado y por lo que habéis hecho brotar de mí.
Keep on swinging, my soulmates!