La delicadeza de Brad Mehldau

©Michael Wilson
©Michael Wilson

Texto: Alicia Población

La primera vez que escuché a Brad Mehldau fue en una clase de Auditiva cuando tenía quince años. Cabe decir que la asignatura, tristemente, era una optativa de un año, y no una troncal. Una pena, teniendo en cuenta el buen profesor que teníamos, Adolfo Muñoz. Ese día decidió poner The falcon will fly again, del álbum Highway Rider, que se había estrenado ese mismo año, y nos pidió sacar el compás. Recuerdo que en ese momento yo no estaba familiarizada con la música de jazz y, tiempo después, he agradecido que el primer contacto fuera de la mano del pianista estadounidense.

El pasado domingo 16, después de estar varios meses sin tocar, el músico vino con su trío a la sala sinfónica del Auditorio Nacional de Madrid. Y se noto que tenían ganas de tocar, alargando el recital hasta las dos horas y regalando un par de bises. El programa compartía a partes iguales composiciones de Mehldau y temas procedentes del repertorio de Lennon/McCartney, Vernon Duke, Jimmy Van Heusen o John Coltrane.

Se dice de Mehldau que sabe qué acordes hacen resonar los armónicos del plato de la batería, y así se auto-acompaña en algunos solos. No sabemos con seguridad si será totalmente cierto. Sin embargo, lo que sí es cierto es el control que demuestra en cada nota de su propio instrumento. Desde Bel and the dragon contuvo la emoción de los acordes, tan solo sugiriéndola y dejando que Larry Grenadier, al contrabajo, y Jeff Ballard, a la batería, leyeran entre líneas lo que pretendía y le siguieran la frase.

Quizá la sala sinfónica no fue la mejor elección para un concierto de jazz, y menos amplificando una batería. Aun cuando Ballard pretendía tocar todo lo piano que sabe, su instrumento acaparaba cada rincón del auditorio.

En la versión de Here’s that rainy day, Mehldau buscaba los huecos que Grenadier dejaba libres en su solo. Sutilmente tocaba un par de acordes, a veces incompletos si no entraban enteros, y poco a poco iba subiendo hasta que, llegado el clímax, parecía haber más de un pianista en el escenario. En Autumn in New York Ballard cogió las escobillas y todo pareció alcanzar el balance ideal. El sonido del bajo inundó la bóveda de la sala y nos hizo vibrar en las frecuencias graves. La mano izquierda de Mehldau parecía totalmente independiente, acompañando delicadamente la improvisación de su simétrica. Hacia el final del concierto, el pianista se quedó tocando solo y los acordes con los que empezó sonaban a Claude Debussy, Maurice Ravel, contagiándose de swing poco a poco. Quizá fue este el momento más claro en el que se percibió su profunda relación con el clásico.

El público se animó a aplaudir cada vez más rato después de cada solo, particularmente en los últimos temas, y no se oyó una tos en todo el concierto. De una forma u otra, Mehldau volvió a emocionar con su delicadeza y trajo a la memoria aquel primer contacto con el jazz en un aula del Conservatorio.

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