por Miguel Valenciano. Fotos cedidas por Noches del Botánico.
Rhonda Ross & Rodney Kendrik
El matrimonio Ross/Kendrik se presentó en Noches del Botánico al frente de una banda construida para la ocasión, con algunos de los músicos más relevantes de la escena de música negra madrileña y nacional, como el batería Akin Elegdebe, el guitarrista Marcos Collado, o el bajista Ander García. A pesar de la calidad del combo, dirigido musicalmente por Rodney Kendrik desde el piano, el show de la hija de la mítica Diana Ross tuvo dificultades para encender la chispa. Su aparición sobre el escenario llegó, aún bajo el sol, tras la presentación de un inesperado maestro de ceremonias, el hijo de Ross, de 8 años, quien introdujo a la banda con un esforzado español, enterneciendo a la reducida audiencia que se presentó puntual a la apertura del escenario principal.
Rhonda se mostró cálida, elegante y segura, pero impregnó de una solemnidad innecesaria cada una de sus intervenciones, eternas, entre tema y tema. Esos interludios, acompañados siempre del piano y cargados de mensajes positivos sobre la familia, el papel pacificador y unificador de la música, el cuidado de nuestro entorno… chocaban frontalmente con el eslogan de la propia cantante, cuya proclama era «el lenguaje que nos une es la música».
Tanto discurso impidió encontrar el ritmo a un show cuyo repertorio estaba plagado de baladas, vocalmente hermoso, pero energéticamente plano, con muy pocos cebos para el público que iba ocupando sus butacas progresivamente. Durante una hora, la música acompañó de forma agradable, pero no levantó el vuelo, ni siquiera cuando, para finalizar el concierto, Ross invitó al escenario a su hijo de 8 años, para bailar la última pieza junto a sus progenitores. Como retrato familiar, estupendo y simpático, pero injustificado a nivel artístico.
Corinne Bailey Rae
Tras una hora, lo que tardó el cambio de escenario, y con el público mostrando señales de impaciencia, llegaba el plato fuerte de la noche: Rae. He de confesar que no había escuchado con anterioridad a esta magnífica artista, pero pude comprender la expectación creada para disfrutarla. Acompañada de cuatro excelentes músicos (batería, hasta 4 teclados, guitarra y unas armonías vocales imprescindibles, desde un segundo plano), la naturalidad, vitalidad y simpatía de Corinne engatusaron al público desde el primer momento.
Se pudo apreciar el contraste con su predecesora en el escenario, quedando patente que el reducido combo de Bailey estaba totalmente engrasado y coordinado, funcionando como un ensamble homogéneo, particularmente inspirado en el manejo de las intensidades del show, con un ritmo imparable. Y no es que el set list (cancionero) apelara al baile desenfrenado, sino que la presencia y la voz de Bailey, hipnotizante, aterciopelada y llena de fuerza, estuvo en perfecta sincronía sinérgica con la audiencia, que se dejó manipular confiando en que la cantante guiara el viaje musical. Y así fue que, colgada de su guitarra eléctrica o acústica, bailando por todo lo ancho del escenario, interactuando con sus músicos y su público, Corinne supo conectar con un repertorio que ensalza su amplio rango tonal y expresivo, encadenando pasajes hermosos de moderno calado soul (groove preciso y un papel fundamental del Rhodes y los coros), con cortes más pop, pero siempre en un contexto de coherencia, complicidad y sentido del ritmo. Y así, repasando temas de sus últimos trabajos, la energía de todos los presentes convergió para disfrutar de un último tercio de show en el que los asistentes renunciaron a sus butacas, para bailar y cantar todo lo que su líder espiritual les proponía. Cuando esa comunión tiene lugar, da igual si lo que has estado viendo lo llaman soul, jazz, pop o cumbia, ya que la experiencia devora cualquier análisis frío que se pueda hacer a posteriori. Lo que Rhonda Ross comunicó de palabra, Corinne Bailey lo llevó a la práctica y dejó de manifiesto que sí, que la música es el lenguaje universal.
