Diego «El Cigala» y Juan Habichuela Nieto: flamenco, una cuestión de casta.

Real Jardín Botánico Alfonso XIII (12/07/2019)

Por Jaime Bajo. Fotografías de Ana Angoloti.

En una de las jornadas más asfixiantes de calor, superando por poco los 40 grados de temperatura ambiente, nos fuimos dando cita en el Botánico para las que, como comentó el presentador del evento sin aportarle excesiva pasión, constitutía, junto a la de Niña Pastori y Rosario “La Tremendita”, una de las pocas noches consagradas al flamenco en la actual edición del festival Noches del Botánico.

Y, no por casualidad, fue el guitarrista Juan Torres Fajardo, más conocido por su sobrenombre artístico, Juan Carmona Nieto, el elegido para abrir la velada con el único acompañamiento de una guitarra. Fue entrelazando bulerías, alegrías y rumba con una maestría admirable, desgranando alguna de las piezas que integran sus dos trabajos hasta la fecha, “Mi alma a solas” (2014) y “Sentimiento de mi ser” (2017).

El granaíno Juan Carmona Nieto es heredero de una dinastía de excelentes tocaores gitanos, portadores de la tradición de la guitarra flamenca que inicia su bisabuelo Habichuela el Viejo -que aprendió las artes del oficio de manos del guitarrista de La Niña de los Peines, Juan Gandulla Habichuela-, continúa su abuelo Juan Habichuela -y los hermanos de su abuelo Pepe, Carlos y Luis-, y recoge el testigo la saga de los recientemente renacidos Ketama: Antonio -su padre-, Juan Jesús y Josemi -sus tíos-.

Juan entendió que, aunque su guitarreo tiene el valor y la personalidad que al autor aporta con criterio genuino, al flamenco no puede despojársele de su sentido rítmico, dado que sin él no es posible enganchar al público en un entorno natural -como remarcó el artista- que no te expone cara a cara con el espectador, como sí ocurre en tablaos como sus habituales Casa Patas o el Corral de la Morería. De ahí que captara la atención y admiración de los asistentes cuando se acompañó al cajón de su primo Juan Carmona Jr.

Lo cierto es que el público, heterogéneo en su conjunto, pero de un poder adquisitivo medio alto (presumiblemente), había asistido a la llamada de una de esas figuras contemporáneas del flamenco como es Diego “El Cigala” y, por consiguiente, no prestó la debida atención, aunque sí correspondió con aplausos a una actuación que se cerró con los tangos de “Verea de enmedio”.

Tras dejar atrás su proyecto “Indestructible”, en el que Diego tendía puentes con los maestros del sello Fania y la tradición latinoamericana, exportada a Nueva York, de la salsa brava o salsa dura -no por casualidad incluía en su repertorio clásicos del género como “El ratón” de Cheo Feliciano, o “Hacha y machete” y “Juanito alimaña” de Héctor Lavoe-, la actual gira retorna a sus orígenes flamencos, de los que nunca terminó de alejarse un artista que casi siempre ha realizado guiños inequívocos hacia las sonoridades de la América latina (jazz latino, son, salsa, etc.).

Y aunque su irrupción sobre el escenario estuvo desprovista de grandilocuencia y su voz no terminó de carburar hasta mediada su actuación -seguramente ayudaron los vasos de vodka con naranja que una responsable de backline le fue facilitando, hasta un total de cuatro, con el consiguiente cachondeo del público-, Diego no tardó en entrar en materia con alegrías como el conocido “Tirititrán” de Camarón de la Isla, siempre bien acompañado por un elenco de músicos de primera, como los guitarristas Diego del Morao y Juan José Suárez “Paquete”, el percusionista Israel Suárez “Piraña” o el pianista Jaime Calabuch.

Sería precisamente a este último a quien brindaría uno de los momentos más intensos y emotivos por los que atravesó su actuación, ya en el turno de bises, con el sentido recuerdo -“es que le quería mucho”, dijo apuntando al cielo y consiguiendo erizarnos la piel- de Diego a su tío Enrique Fabregat Jodar, en el tango compuesto por este, “Soledad”. En contraste, tras ese momento de intimidad entre pianista y cantaor, llegaría el desmelene sonero de “Dos gardenias”, el estándar de la cubana Isolina Carrillo que grabó La Sonora Matancera y que su paisana Omara Portuondo proyectó a la fama mundial acompañada por Buena Vista Social Club. Una adaptación en la que todos los tocaores tuvieron su momento de gloria y que culminó una actuación que sufrió en claro “in crescendo” de intensidad para terminar levantando al respetable de sus asientos con el fin de hacerlos bailar.

Y es que Diego, templado en un cante accesible, de voz quebrada y nada jondo, pero ejerciendo como anfitrión y maestro de ceremonias -fue decidiendo el repertorio y los músicos que participaban en cada tema sobre la marcha, improvisadamente-, sabe qué teclas pulsar para hacer aflorar las emociones, sin importar tanto la pureza del género como la universalidad de la música.

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