Por Miguel Valenciano.
Tras un comienzo inmejorable, los cortes sucesivos muestran a dos artistas de una sensibilidad excelsa. El contrabajo de Javier Colina, tantas veces destacado en contextos más flamencos, se expresa como un todoterreno que va mucho más allá de la solvencia, mostrándose dominador de las entrañas rítmicas y melódicas de la música brasileña. Acompaña y solea con fluidez, e incluso revela una faceta que no todos conocen, la de acordeonista en “No Assento Do Onibus” de Alessandro Penezzi. Mientras tanto, el piano de Albert Sanz conduce, sin excesos pero con pulso y gusto, asumiendo el peso armónico y melódico de las composiciones. Ahorrándose estridencias consigue reconstruir esta colección de clásicos con suma delicadez, transmitiendo respeto y admiración por la música y la tradición que la acompaña y, a su vez, bañando el conjunto en su propia sensibilidad.
De esta manera, el disco se convierte en una sucesión de piezas que, más allá de la coherencia y la calidad (inherente a cualquier trabajo de ambos), ofrece un viaje precioso, en el sentido más profundo de la palabra, por la música carioca.
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