Las Noches del Botánico – Dirty Loops, Khruangbin: relámpago del verano vibra con dulce violencia

Dirty Loops

Texto: Juan Ramón Rodríguez / Fotografías: Víctor Moreno & Las Noches del Botanico #NDB2022

Los prolegómenos de la época estival vibran con el ímpetu de anteriores ejercicios. Una tónica constante en estas semanas discurre por la revisión a los viejos tópicos, algunos de los cuatro adagios que encumbran al hombre del Renacimiento. Las calles atisban turbas de gente ávida de desahogo y estímulos. “Abraza el día y confía mínimamente en el futuro”, dicen las Odas de Horacio –carpe diem-; “Huye entre tanto, huye irreparablemente el tiempo”, recitan las Geórgicas de Virgilio –tempus fugit-. Tras las estrecheces recientes, el consumo de espectáculos de masas está al alza. Probablemente se busque no pensar en mucho más, ante lo que hay y lo que pueda haber mañana.

Las Noches del Botánico se erige como una de las citas de referencia en la próxima estación madrileña. Conforma una programación ecléctica y ambiciosa, capaz de saciar las glotonerías más inconfesables. Multitud de géneros y estilos desfilan por dos meses en el lene jardín –locus amoenus– de Alfonso XIII, a los pies de la Ciudad Universitaria. Quizá no acompañan las temperaturas, prestas otra jornada más a un sobón bochorno que compele a la sombra y la cerveza. Acierta la organización con una logística preparada para la contingencia climática en la que no faltan áreas de descanso, ofertas gastronómicas variadas o remansos con el tibio aroma del oasis en el páramo.

No falla la música de los rayos postreros con dos grupos que, si bien no apuestan de manera explícita por el jazz en su continente, sí en el contenido. Por un lado, los suecos Dirty Loops con su propuesta cargada de un frescor necesario en la tarde; por otro, los texanos Khruangbin y su céfiro nocturno. Unos ponen el músculo y las aptitudes en el manejo de sus instrumentos, al galope por la fina línea que separa lo estridente. Los segundos, la mesura de la improvisación y los senderos por los que mecer una melodía durante horas sin rumbo establecido para regocijo del artista y, acaso, el hartazgo del público.

Comienza puntual el primer concierto con una pista a medio llenar y un graderío tímido en su aforo, ya que no son pocos los que deciden disfrutar los compases iniciales de la velada al fulgor del césped artificial. El cuarteto de Estocolmo irrumpe en el escenario y arroba la vitalidad juvenil con sus festivos ramalazos. La mezcolanza no es enrevesada: un sonido con vasto apoyo en lo popular, una actualización del sophisti-pop de los años ochenta para la generación Z. “Follow the light”, tema introductorio, compone una certera carta de presentación en la que los abruptos cambios de tempo y las volteretas armónicas orientan su papel como acentos del cuadro.

Dos se arrojan el protagonismo de alborotar a un desenvuelto auditorio. Jonah Nilsson, cantante y teclista, sorprende con un amplio registro que desboca notas con el desparpajo de la parroquia funk. Henrik Linder, bajista, pugna por un trono rítmico con una maestría que cosecha ovaciones con cada cadencia lograda al toque de slap. El factor decisivo de la banda lo constituye un nervio métrico, implacable, y con brillo de ostentoso lujo. Diversas estancias en academias de prestigio, como la Universidad Real de Música de la capital del país escandinavo, acreditan a unos ingenios noveles que aúnan dos polos tan dispares dentro del jazz y su arraigo en el oyente bisoño.

No obstante, la circunstancia que propicia el disfrute del recital es el talento, casi meta-irónico, de atacar excentricidades como “Baby” de Justin Bieber bajo un crisol de acordes suspendidos y de novena. El apoyo es ensordecedor; los que no conocen a Dirty Loops quizá sepan del ídolo canadiense. Sobrevienen baile y móviles para inmortalizar una versión cuya valentía a la hora de rechazar complejos amanerados lo único que merece es el aplauso. Un solicitado bis en inclusión de canciones como “Hit me”, del álbum debut Loopified, constata una pirotécnica representación que alude ya casi a una década de sociedad pero que persiste con la misma naturalidad del ensayo elemental.

Khruangbin

A las 22:30, ya en tesitura de ignífugo sosiego, el psicodélico trío comparece frente a una pista que aún perdura en el desbocado baile previo. Sin embargo, el festival muta a la estampa estadounidense de los Grateful Dead de 1973, aquella máquina engrasada a base de discos de Miles Davis y John Coltrane. “Rules” o “Dern Kala” muestran un cuidado retrato en movimiento en la que luces e intérpretes se funden con un manto en el que los dispositivos se relevan por los mecheros y la sospecha del sahumerio. Hasta una tímida coreografía, cortesía de Mark Speer y Laura Lee, concurre en una velada, en apariencia, para todos los públicos.

No demoran la escucha unas primeras armonías de lisérgico volumen; un ingrediente este último mejorado en contraposición a lo anterior, donde la oscilación balancea en torno al estruendo. Aquí se descubren cuatro cuerdas relucientes, una guitarra en la que sus efectos no tejen marañas y una batería cronométrica cortesía de Donald Ray, “DJ”, Johnson. A pesar de semejar a la sobriedad, el plantel abarca el recóndito rincón del recinto. Refuerza la idea el hecho paseante de una pareja que camina sin descanso de un punto a otro, a veces se juntan e incluso congratulan con un gesto de saludo. Gesto o contoneo de caderas de una Lee rebosante de sensualidad.

Un entretenido popurrí que invita a Bowie, Ice Cube o Spandau Ballet despierta de la ensoñación y remite en torno a una discotequera bola de espejos. Algunos curiosos reconocen tal o cual tonada y saltan con júbilo, pero el gesto sólo se corresponde con unos instantes. Es el broche a un crepúsculo de Madrid, de los de la vieja escuela. Con semanas en la divisoria, el camino de vuelta relata una heterogeneidad de impresiones. Este o aquel detalle o cómo se luce “ese que toca tan bien el bajo”. En el ínterin, algún insomne alude un martes laboral, otra cita ineludible en la agenda. Tal vez toque olvidarse del reloj.

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