Román Filiú: Suite oriental en el Centro Cultural San Juan Bautista

Texto y fotos: Daniel Román

@romanro.daniel

El yo pensante , que se mueve entre los universales, las esencias invisibles,

se encuentra, en rigor, en ninguna parte; es un apátrida,

en el sentido más profundo del término.

(Jean-Baptiste Brenet)

Hablar de un “pensamiento musical” no tiene nada que ver con alguna facultad emanada de nuestros cerebros: es ante todo una definición filosófica. El pensamiento musical, como todo pensamiento en un sentido averroísta, depende de la conjunción entre la imaginación –al alero de nuestros deseos– y aquello que azarosamente logramos retener –colores, palabras, sonidos, amor–. Este encuentro sutil, entre las imágenes sustraídas de las cosas con la acción deseante, da como resultado aquella intermitente casualidad llamada pensamiento. Por eso su singularidad. Los seres que amamos se piensan –su imagen con nuestros deseos–. El poema fue pensado –la imaginación y las palabras– y la música –deseo y sonido– se está pensando.

Román Filiú y su Suite oriental es una hebra de un pensamiento musical que se despoja de los referentes que podrían allanar el camino de su improvisación. Parece delegarnos –donarnos– el deber de completar la imagen que él apenas esboza. El cuarteto, como segunda pieza de un puzzle de doscientas, del cual nunca conoceremos la imagen de referencia, nos arroja sutiles pistas del cuadro general que tenemos que restituir; una película sin imágenes. Lo que Román Filiú sustrae parecen ser todos los elementos que sostienen –rítmicos y armónicos–, pero de los que perfectamente podemos prescindir. La imagen que completamos es la concesión del compositor a través del uso de ínfimos materiales: el conjunto dialoga, camina y danza. Román improvisa sobre las melodías del ensamble que no llegan a constituir edificios armónicos sino que se mueven, continuamente, dentro de una selección minúscula de melodías y ritmos que Román utiliza como contra-melodías de sus solos.

La referencia a la música docta –el mismo nos cuenta de sus hermanos músicos–, a Charlie Parker –pionero en este formato–, y la sensación de extrañamiento al caminar por una ciudad en dónde los paisajes nunca llevan a la infancia: estos parecen ser los soportes del proyecto. Román Filiú no teme a la soledad o la expone para exorcizarla; pero a través de su sonido bopero –melodías que construyen un portento armónico que anida en alguna parte de su ser– se arroja a la nada. Contra el exotismo que se hace de la música cubana –el ritmo, el baile y la fiesta– el saxofonista presenta música de cámara y solos parkerianos. Asume, pacíficamente, que la labor del compositor es una actividad que, ante la originalidad, no puede encontrar aliados. Quien descubre, se enfrenta a la soledad.

Su música, finalmente, nos aparta de la mera recepción mediante una doble articulación: transparenta la sincronía entre los materiales sonoros y su composición y, al mismo tiempo, devela el alma del sujeto que reconstruimos en nuestra imaginación. Al quitar todos aquellos elementos suplementarios des-espectaculariza y nos arroja al gesto más conmovedor que la música puede prodigar: imaginar –afectivamente, amorosamente– el devenir de la persona que se oculta tras ella.

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